martes, 2 de septiembre de 2014

El corazón humano nunca termina de nacer

Aunque el cuerpo humano nace íntegro en un instante, el corazón humano nunca termina de nacer. Es pando en cada vivencia de tu vida. Todo cuanto te sucede tiene el po­tencial de hacerte más profundo. Hace nacer en ti nuevos territorios del corazón. Patrick Kavanagh aprehende esta sensación de bendición del suceso: «Ensalza, ensalza, en­salza/lo que sucedió y lo que es».  Se unge el corazón como órgano principal de la salud del niño, pero también como lugar donde anidarán sus sentimientos. La oración pide que el niño que acaba de nacer jamás quede atrapado, apresado o enredado en las falsas redes interiores del negativismo, el rencor o la autodestrucción. Con las bendiciones se aspi­ra a que el niño posea fluidez de sentimientos en su vida, que sus sentimientos fluyan libremente, transporten su alma hacia el mundo y recojan de éste alegría y paz.

Sobre el telón de fondo de la infinitud del cosmos y la profundidad hermética de la naturaleza, el rostro humano resplandece como icono de la intimidad. Es aquí, en este icono de la presencia humana, donde la divinidad creadora se acerca más a sí misma. El rostro humano es el icono de la creación. Cada persona posee a la vez un rostro interior, intuido pero jamás visto. El corazón es el rostro interior de tu vida. El .viaje humano trata de que este rostro sea bello. Es aquí donde el amor anida en tu seno. El amor es absolu­tamente vital para la vida humana. Porque sólo el amor puede despertar la divinidad en ti. En el amor creces y vuel­ves a ti mismo. Cuando aprendes a amar y a permitir que tu yo sea amado, vuelves a la casa de tu propio espíritu. Estás abrigado y a salvo. Alcanzas la integridad en la casa de tus anhelos y tu arraigo. Ese crecimiento y retomo a la casa es el beneficio inesperado del acto de amar a otro. El pri­mer paso del amor es prestar atención al otro, un acto ge­neroso de negación del propio yo. Paradójicamente, ésta es la condición que nos permite crecer.
Cuando despierta el alma, comienza la búsqueda y ja­más podrás volver atrás. A partir de ese momento se en­ciende en ti un anhelo especial que no permitirá que te entretengas en las estepas de la autocomplacencia y la reali­zación parcial. La eternidad te apremia. Eres reacio a per­mitir que un acomodo o la amenaza de un peligro te im­pida bregar para alcanzar la cima de la realización. Cuando se te abre este camino espiritual, puedes aportar al mun­do y a la vida de los demás una generosidad increíble. A ve­ces es fácil ser generoso hacia fuera, dar mientras se es taca­ño con uno mismo. Si eres generoso para dar, pero tacaño para recibir, pierdes el equilibrio de tu alma. Debes ser generoso con tu propio yo para recibir el amor que te ro­dea. Puedes sufrir la sed desesperante de ser amado. Puedes buscar durante largos años en lugares desiertos, muy lejos de ti. Sin embargo, en todo este tiempo, este amor está a centímetros de ti. Está en el borde de tu alma, pero has sido ciego a su presencia. Debido a una herida, una puerta del corazón se ha cerrado y eres incapaz de abrirla para recibir el amor. Debemos estar atentos para ser capaces de recibir. Boris Pasternak dijo: «Cuando un gran momento llama a la puerta de tu vida, a veces el ruido no es más fuerte que el latido de tu corazón y es muy fácil pasarlo por alto».
Es una extraña paradoja que el mundo ame el poder y la propiedad. Puedes ser un triunfador en este mundo, ser objeto de admiración universal, poseer vastas propiedades, una hermosa familia, triunfar en el trabajo y tener todo lo que el mundo puede dar, pero detrás de esa fachada puedes sentirte totalmente perdido y desdichado. Si tienes todo lo que el mundo puede ofrecerte, pero te falta amor, eres el más pobre de los pobres. Todo corazón humano tiene sed de amor. Si en tu corazón no anida la calidez del amor, no tienes nada que celebrar ni que disfrutar. Aunque seas in­dustrioso, competente, seguro de tí o respetado, no impor­ta lo que tú mismo o los demás piensen de ti, lo único que realmente anhelas es amor. No importa dónde estemos, qué o quiénes somos, en qué viaje estamos embarcados, to­dos necesitamos el amor.

Aristóteles dedica varias páginas de su Ética a reflexio­nar sobre la amistad. La basa en la idea de la bondad y la be­lleza. El amigo es el que desea el bien del otro. La amistad es la gracia que da calor y dulzura a la vida: «Nadie quiere vi­vir sin amigos, aunque no le falte nada más».

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