Según el diccionario de la lengua española Espasa-Calpe, escuchar
significa:
·
Aplicar el oído para oír.
·
Prestar atención a lo que se
oye.
·
Atender a un aviso, consejo o
sugerencia.
En las tres definiciones encontramos la idea de una intención, una voluntad,
un esfuerzo activo, en contraste con el carácter involuntario de lo que
sencillamente oímos. Pero aún así, al mismo tiempo y de manera permanente,
operan los filtros ya mencionados que hacen que, si bien ya de por sí oímos
poco, escuchemos aún menos. Por ejemplo: si estamos en un restaurante con
música de fondo la oímos por un rato (hasta que intervenga la habituación y
dejemos de oírla); pero no la escuchamos
a menos que decidamos hacerlo, en cuyo caso dejaremos de poner atención por unos momentos a la conversación en la que
estábamos. Difícilmente podremos escuchar, con la misma atención las dos cosas
a la vez.
Escuchar
significa entonces, en primer lugar, poner atención a una cosa a la vez, que se
trate de música, del sonido del viento en los árboles, de la propia respiración
o de las palabras que alguien nos dice. A primera vista, esto puede parecer muy
sencillo. Después de todo, ¿quién de nosotros no ha escuchado una pieza musical
atentamente? Sin embargo, si examinamos a fondo lo que sucede en nosotros al
escuchar la música, nos daremos cuenta que casi nunca lo hacemos de una manera
completa y exclusiva. ¿Porqué? Porque tal canción nos evoca recuerdos de
lugares que conocimos, o sentimientos asociados a ciertas personas o épocas de
nuestra vida, o bien, nos inspira ganas de bailar…
Aun en una sala de conciertos, cuando no hay distractores a nuestro
alrededor, es rarísimo que nos concentremos exclusivamente en la música durante
más de unos minutos. El solo hecho de ver al grupo, la orquesta o al director,
nos distrae. Algunas personas necesitan cerrar los ojos para concentrarse en la
música; a otras, al contrario, el aspecto visual les ayuda a hacerlo: “oyen”
mejor si al mismo tiempo miran a los músicos; otras, si a la vez mecen el pie o
bailan. Lo importante aquí es notar que es sumamente difícil escuchar una pieza
musical sin que ésta suscite en nosotros, sensaciones, recuerdos, sentimientos,
pensamientos, que en sí no tienen nada que ver con la música. Y los propios
compositores lo saben: como dijo Prokofiev alguna vez, “!las notas son lo menos
importante en la música. Lo que importa es lo que las notas suscitan en
nosotros, lo cual puede coincidir o no (y probablemente no) con la intensión
original del compositor.
Esto significa que no existe una escucha “pura” de la música, en la cual
solo pongamos atención a sus componentes básicos y “objetivos”, es decir, los
que aparecen en una partitura, que son la melodía, la armonía y el ritmo.
Algo muy similar sucede con el lenguaje verbal. Podría parecer que las
palabras que decimos significan claramente una cosa y no otra, y que existe una
relación de equivalencia entre lo que yo digo y lo que tú escuchas. Nada menos
cierto. Aún tratándose de los detalles más anodinos de la vida diaria, en cada
intercambio de palabras hay una multitud de interpretaciones no solo posibles,
sino inevitables. Si yo te pregunto ¿Qué hora es?, podrás mirar tu reloj y
darme la hora , sin ambigüedad alguna, pero es probable que también te
preguntes mentalmente: “¿Porqué quiere saber la hora?, ¿Está aburrida?, ¿Tiene
otro compromiso?, ¿Me está mandando una señal de que ya es tarde y se quiere ir
a acostar?”. Por mi parte, yo también puedo escuchar la respuesta dentro de un
rango de interpretaciones posibles, al pensar: “me dice que son las dos y
cuarto, pero parece que le desagradó la pregunta. ¿Se habrá ofendido?”. O bien:
“Me dijo la hora en un tono de cansancio. ¿Estará harto?, ¿Distraído?,
¿Irritado?.
Podría parecer que este tipo de preguntas sólo surgiera entre dos
personas que no se conocen muy bien o que dudan de sus sentimientos la una
hacia la otra. Sin embargo, están presentes todo el tiempo en nuestra
comunicación.
La escucha engloba todas estas interpretaciones y preguntas, pero
también implica una continuidad en el tiempo: ir más allá de los 8 o 10
segundos que normalmente dedicamos a un estímulo de manera exclusiva. Muchas
personas hacen preguntas, por obligación o cortesía, sin tomarse el tiempo de
escuchar la respuesta o bien, la interrumpen. Otras cambian el tema, antes de
darnos la posibilidad de decir lo que queríamos decir. Algunas nos bombardean
con preguntas, una tras otra, como si quisieran cumplir con el compromiso lo
antes posible.
La primera regla de la escucha es, por tanto, darse y dar al otro, el
tiempo para que pueda surgir un intercambio sustantivo. Esto incluye, por
supuesto, no contestar mientras tanto el teléfono, ni leer el periódico, ni ver
televisión. Parece fácil y , debería serlo, pero en nuestra sociedad actual ya
no lo es, proliferan los distractores y solemos considerar que podemos hacer
varias cosas a la vez sin dejar de poner atención a la otra persona, pero no es
así. Tomarse el tiempo, entonces, no significa escuchar mientras uno no tenga
nada mejor qué hacer, entre otros compromisos o actividades. No es “acompáñame
a la tintorería y mientras vamos en el coche podemos platicar”. Ni tampoco:
“Mira, tengo varias citas pero si vienes a la oficina podemos platicar entre
una y otra”. La buena escucha no se mide, no se da a cuenta gotas: Está o no está.
En segundo lugar, escuchar significa poner atención no solo a lo dicho,
sino a lo no dicho. Es un lugar
común que la comunicación tiene un nivel verbal y otro no verbal. Pero vale la
pena reexaminar lo que esto implica y complementarlo con algunas reflexiones
más. Para empezar, las palabras no tienen el mismo significado para unos y
otros: cada persona tiene su propio universo de asociaciones con cada palabra,
una historia de experiencias personales ligada a cada una de ellas, e incluso
una definición diferente. Lo que para mí es triste, divertido o aburrido, puede
significar algo enteramente distinto para otra persona. Cada palabra viene con
una carga de asociaciones, recuerdos y sensaciones que varían de persona a
persona y que no podemos adivinar. Idealmente,
deberíamos poder captar todas estas asociaciones al escuchar a alguien (cosa
que sí ocurre, hasta cierto punto, si hemos crecido o pasado mucho tiempo
juntos, o si compartimos los mismos gustos o intereses). Es por ello que las
parejas que llevan mucho tiempo juntas “saben” lo que iba a decir el cónyuge, y
suelen completar las frases mutuamente. Aún así, con gran frecuencia se
equivocan.
Por ello, el escuchar a otra persona tiene que ir mucho más allá de sus
palabras. El tono de voz, la expresión facial, el lenguaje corporal, forman
parte del intercambio. Se estima, de
hecho, que la mayor parte de la comunicación está formada por sus elementos no
verbales: si alguien nos dice que la está pasando bien pero su cara refleja aburrimiento
o tristeza, solemos dar más peso y crédito a lo que nos “dice” su expresión.
Incluso el silencio es una forma, por cierto, extraordinariamente poderosa, de
la comunicación. Cuando alguien no nos contesta, no es cierto que no se esté
comunicando, como solemos pensarlo: al contrario, su silencio es elocuente y
nos comunica muchas cosas (casi todas desagradables, por cierto). Como escribió
George Bernard Shaw: “El silencio es la expresión más perfecta del desprecio”.
Escuchar significa, entonces, registrar tanto lo no dicho como lo dicho, cada pausa,
cada duda, cada cambio en el tono de voz. Requiere de una atención completa,
pero también de cierta relación con la otra persona.
Sin embargo, la escucha no se limita a poner atención a lo que nos
comunica la otra persona. También es necesario, en tercer lugar, hacer caso de
lo que el mensaje transmitido provoca en nosotros mismos. Así como cada
palabra, tono de voz y gesto tiene ramificaciones y asociaciones muy extensas
en la persona que manda el mensaje, también lo tiene en la que lo recibe:
nuestras reacciones internas también forman parte de la escucha. Es por ello
que es tan difícil conversar con alguien que tiene prisa o que no está conectado con sus emociones. Nos damos
cuenta de que nuestras palabras no tienen efecto ni resonancia en él: como si
hubiéramos lanzado una piedra a un pozo, nuestro mensaje cae al fondo, sin
dejar huella. Así, escuchar es también
escucharse.
Precisamente porque lo que nos dice otra persona evoca en nosotros
asociaciones, recuerdos, ideas y sentimientos que tienen que ver con nuestra
experiencia personal, una parte esencial de la escucha es poder registrar todo
aquello, dejarlo resonar en nuestra mente y, luego, ponerlo de lado. Porque, y
esto en cuarto lugar, si de veras queremos estar disponibles para el otro, es
imprescindible seguirle el curso, seguir atentos a lo que nos dice, y no
perdernos en nuestras propias reacciones. Suele suceder, con demasiada
frecuencia, que lo que nos dice una persona nos evoque tantas cosas (emociones,
ideas, recuerdos) que dejamos de hacerle caso. Éste es uno de los aspectos más
difíciles de la escucha: poder hacernos
a un lado para seguir recibiendo lo
que nos ofrece la otra persona, en sus términos y no en los nuestros. Escuchar
también significa, en sexto lugar, demostrar que hemos recibido el mensaje
enviado por otra persona; que nos interesa lo que ha dicho, y esto a través de
señales no verbales (como mover la cabeza, mirar a los ojos a la otra persona),
así como hacer preguntas o comentarios acerca de lo que ha expresado. Estas
señales promueven que la otra persona siga hablando; si no están, el diálogo no
puede prosperar. Lo difícil del asunto es que, siendo realistas, no todo lo que
nos dice la gente nos interesa; a veces es necesario fingir interés para
mantener viva una conversación. Esto sucede, de hecho, con gran frecuencia: por
ejemplo, cuando intentamos escuchar a un niño, o a una persona mayor que
reitera las mismas historias una y otra vez. Este es un tema delicado y
ciertamente debatible, pero creo, como séptimo punto, que el saber fingir también es una parte ineluctable de la escucha. Podría
parecer paradójico pero creo que para poder alcanzar una escucha auténtica hay
que saber oír a la otra persona no solo en lo que nos interesa, sino también en
lo que no. En otras palabras, llegar a una escucha desinteresada.
Otra dificultad relacionada es que, muchas veces, sabemos que la otra
persona no está diciendo la verdad: o se está mintiendo a sí misma o intenta
impresionarnos, o quiere “vendernos” su versión de las cosas… Y sabemos que lo
que dice no es del todo cierto. ¿Dónde queda la escucha, cuando sabemos que
alguien está tergiversando u omitiendo la verdad? Desde hace algún tiempo, opté
por abstenerme de expresar mi opinión y sólo manifestar curiosidad por saber
más. En una palabra, puse de lado mis convicciones personales en aras de la
escucha, para mantener el vínculo.
Debemos reconocer que todos tenemos nuestras versiones preferidas de
nosotros mismos, y que estas forman una parte vital de la imagen que queremos
proyectar a nuestros prójimos. Es crucial para la comunicación, la solidaridad
y el buen entendimiento poner atención a las ficciones de la gente. Todos inventamos versiones idealizadas de
nosotros mismos y queremos que se tomen en serio nuestras ilusiones y
aspiraciones.
Esto no significa que debamos escuchar sin reacción alguna a alguien
que, de la nada, quiere volverse astronauta, estrella de rock o cantante de
ópera. La buena escucha implica siempre tomar en cuenta el principio de la
realidad. Escuchar bien no significa para nada, estar siempre de acuerdo. La
escucha auténtica incluye una serie de principios éticos: la empatía y el
respeto (que a veces se contra ponen), el no enjuiciar al otro y, en muchas
ocasiones, la paciencia.
Si
no estamos de acuerdo con lo que nos dice otra persona, a veces es mejor
abstenernos de dar nuestra opinión si no se nos solicita o sin pedir permiso de
hacerlo. En muchas ocasiones el escuchar implica saber callarnos. Hasta entender mejor. Hasta que so nos pida
nuestra opinión. Hasta que podamos ayudar. Por eso insistir en los tiempos y la
paciencia de la escucha. Si alguien nos dice hoy que tiene algún problema,
haberlo escuchado implica preguntarle el día de mañana cómo sigue.
CONDICIONES
MINIMAS PARA LA ESCUCHA
Escuchar implica cierta atención, esfuerzo y paciencia… Pero también
tienen que cumplirse algunas condiciones mínimas de orden psicológico. Quizá la
primera sea reconocer que los demás no son idénticos a mí. Parecería evidente,
pero hay muchísima gente que da por sentado que todo el mundo es como ella: que
piensa igual, que tiene las mismas reacciones y prioridades en la vida y que
comparte los mismos gustos o valores…
Curiosamente, he observado esto en la gente muy rica, que no entiende
que el resto del mundo no vive como ellos ni comparta los mismos pasatiempos o
intereses. O en algunas personas que cultivan alguna pasión, por la ópera o
alguna creencia religiosa, por ejemplo, que no comprenden por qué no le
apasiona igualmente a todo el mundo. Son las que, en lugar de escuchar, quieren
“convertir” al otro y volverlo así idéntico a ellas mismas.
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